Entré en el avión a la hora prevista. Fila 6, ventanilla. Aunque el vuelo era nocturno me gusta mirar las luces de las ciudades desde las alturas. Me había prometido que estaría atenta al despegue y a mirar cada tanto lo que pasaba a mi alrededor. Cada vez que viajo en transporte público me enfrasco en la lectura del libro que he decidido que sea mi acompañante en el viaje. ¿Acaso no me gusta viajar y por eso necesito entretenerme con algo para que pase lo más pronto posible?¿O es la necesidad de engañar a mi impaciencia infantil que me suele atosigar con el "cuando llegamos"? Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que en tren, autobús o avión, siempre llevo un libro entre manos y una libreta para apuntar alguna frase que me guste o por si acaso se me ocurre alguna idea.
Antes de despegar, ya había hecho caso omiso de mis propósitos. Me sorprendí sumergida en la historia de aquella madre que había perdido a su hijo mayor en tiempos de posguerra y contaba al pequeño lo que había sucedido a través de sus recuerdos. El libro olía a nuevo. El papel era suave y grueso. Bien maquetado. Con el tamaño de letra que me gusta, ni demasiado grande ni demasiado pequeña y doble interlineado. Era un regalo y como tal lo mimaba.
En el momento del despegue, miré por la ventanilla cómo el avión cogía el vuelo. Cómo nos alejábamos del suelo y los coches se hacían cada vez más pequeños. Las luces de la ciudad empezaban a dibujar formas para que mi imaginación empezara a funcionar. El piloto se presentó. Nos informó que alcanzaríamos los 9.000 metros de altura. No habló de la velocidad (yo creo que para no acojonar). Mientras explicaban las salidas y el funcionamiento del chaleco salvavidas, volví a la lectura. Cuando apagaron las luces generales, encendí mi led. Aproveché para mirar afuera. Abajo, masas de luces de ciudades y pueblos. Al fondo a la izquierda, la luna indicándome el oeste. Nos alejábamos por segundos. Yo hacia el este y ella en el oeste desapareciendo en la costa portuguesa. Cuántas veces la había visto salir en la Malvarrosa. Cuántos atardeceres de lunas llenas. Nunca hubiera adivinado que la luna se pusiera en el mar de la misma forma que sale: anaranjada y brillante. La ví la primera vez en Lisboa. Entonces entendí la saudade. No es lo mismo ver nacer la luna que verla morir cada día. Por eso será que la gente meditárrenea tenemos fama de alegres y divertidos y los gallegos y portugueses de melancólicos.
Me pareció extraño verla prácticamente en el mismo lugar durante todo el trayecto. Parecía que estuviera cuidando de que el vuelo llegara a buen fin. Como una madre que mira cómo duerme su bebé asegurándose de que nada malo le vaya a pasar. Así me miraba la luna o así me sentía yo. Me fijé bien: ¿estaba menguante o creciente? Calculé el ciclo. Hacía dos semanas que había estado llena, por lo que debería de estar recién saliendo de nueva. Pero su tamaño era un poco mayor del que tendría que tener en ese estado del ciclo lunar.
Desde 9.000 metros de altura, ¿la luna se paralizaba? ¿Tardaba más en desaparecer? ¿Su tamaño también cambiaba vista desde el suelo? Durante todos mi años de coger aviones, nunca se me habían presentado estas cuestiones. Quizás porque casi siempre vuelo de día y en el caso de hacerlo alguna vez de noche, me había tocado pasillo o no había aparecido la luna de aquella forma o coincidiría con momentos de mi vida en que no me hago preguntas.
Hice lo que suelo hacer cuando me vienen a la cabeza preguntas que no puedo responder en el momento. Agaché la cabeza y seguí leyendo si dar más importancia a la inquietud. No sin antes apuntar la pregunta en la libreta que llevaba para tal fin. Después de varias páginas, el piloto informó que en unos minutos aterrizaríamos en el aeropuerto de Palma de Mallorca. Temperatura exterior, 15ºC.
El avión perdía altura y la bahía de Palma se veía claramente iluminada. Algunas lucecillas en medio del oscuro mar avisaban de la existencia de pequeños barcos. Algunas más intensas y abundantes pertenecían a esas enormes embarcaciones de cuyo nombre nunca acierto a recordar a pesar de haber nacido y crecido en una ciudad portuaria como Valencia. Al ver las luces, me acordé de la luna. Miré hacia la izquierda. El astro que me había cuidado acompañado durante todo el viaje se convirtió, a las luces de la ciudad, en la luz indicadora del extremo del ala izquierda del avión.
Ante el golpe de realidad, no me desilusioné ni me sentí imbécil como otras veces que me había sucedido algo parecido. Aquella luz había realizado la función para la que había sido creada. Por un lado, señalar al piloto las dimensiones del avión en la oscuridad. Por otro, evitar que una persona lunática que se aburre en los viajes se sumergiera en un libro y que pasara por alto lo que sucedía a su alrededor. Si se transformaba en luna ante sus ojos, llamaría la atención a su espíritu literario y romántico, que tantas veces abandonaba por asuntos mundanos. Esta vez, no tendría escapatoria. A 9.000 metros, ante aquella visión, no tendría otro remedio que ponerse a la altura del avión en que viajaba.
Antes de despegar, ya había hecho caso omiso de mis propósitos. Me sorprendí sumergida en la historia de aquella madre que había perdido a su hijo mayor en tiempos de posguerra y contaba al pequeño lo que había sucedido a través de sus recuerdos. El libro olía a nuevo. El papel era suave y grueso. Bien maquetado. Con el tamaño de letra que me gusta, ni demasiado grande ni demasiado pequeña y doble interlineado. Era un regalo y como tal lo mimaba.
En el momento del despegue, miré por la ventanilla cómo el avión cogía el vuelo. Cómo nos alejábamos del suelo y los coches se hacían cada vez más pequeños. Las luces de la ciudad empezaban a dibujar formas para que mi imaginación empezara a funcionar. El piloto se presentó. Nos informó que alcanzaríamos los 9.000 metros de altura. No habló de la velocidad (yo creo que para no acojonar). Mientras explicaban las salidas y el funcionamiento del chaleco salvavidas, volví a la lectura. Cuando apagaron las luces generales, encendí mi led. Aproveché para mirar afuera. Abajo, masas de luces de ciudades y pueblos. Al fondo a la izquierda, la luna indicándome el oeste. Nos alejábamos por segundos. Yo hacia el este y ella en el oeste desapareciendo en la costa portuguesa. Cuántas veces la había visto salir en la Malvarrosa. Cuántos atardeceres de lunas llenas. Nunca hubiera adivinado que la luna se pusiera en el mar de la misma forma que sale: anaranjada y brillante. La ví la primera vez en Lisboa. Entonces entendí la saudade. No es lo mismo ver nacer la luna que verla morir cada día. Por eso será que la gente meditárrenea tenemos fama de alegres y divertidos y los gallegos y portugueses de melancólicos.
Me pareció extraño verla prácticamente en el mismo lugar durante todo el trayecto. Parecía que estuviera cuidando de que el vuelo llegara a buen fin. Como una madre que mira cómo duerme su bebé asegurándose de que nada malo le vaya a pasar. Así me miraba la luna o así me sentía yo. Me fijé bien: ¿estaba menguante o creciente? Calculé el ciclo. Hacía dos semanas que había estado llena, por lo que debería de estar recién saliendo de nueva. Pero su tamaño era un poco mayor del que tendría que tener en ese estado del ciclo lunar.
Desde 9.000 metros de altura, ¿la luna se paralizaba? ¿Tardaba más en desaparecer? ¿Su tamaño también cambiaba vista desde el suelo? Durante todos mi años de coger aviones, nunca se me habían presentado estas cuestiones. Quizás porque casi siempre vuelo de día y en el caso de hacerlo alguna vez de noche, me había tocado pasillo o no había aparecido la luna de aquella forma o coincidiría con momentos de mi vida en que no me hago preguntas.
Hice lo que suelo hacer cuando me vienen a la cabeza preguntas que no puedo responder en el momento. Agaché la cabeza y seguí leyendo si dar más importancia a la inquietud. No sin antes apuntar la pregunta en la libreta que llevaba para tal fin. Después de varias páginas, el piloto informó que en unos minutos aterrizaríamos en el aeropuerto de Palma de Mallorca. Temperatura exterior, 15ºC.
El avión perdía altura y la bahía de Palma se veía claramente iluminada. Algunas lucecillas en medio del oscuro mar avisaban de la existencia de pequeños barcos. Algunas más intensas y abundantes pertenecían a esas enormes embarcaciones de cuyo nombre nunca acierto a recordar a pesar de haber nacido y crecido en una ciudad portuaria como Valencia. Al ver las luces, me acordé de la luna. Miré hacia la izquierda. El astro que me había cuidado acompañado durante todo el viaje se convirtió, a las luces de la ciudad, en la luz indicadora del extremo del ala izquierda del avión.
Ante el golpe de realidad, no me desilusioné ni me sentí imbécil como otras veces que me había sucedido algo parecido. Aquella luz había realizado la función para la que había sido creada. Por un lado, señalar al piloto las dimensiones del avión en la oscuridad. Por otro, evitar que una persona lunática que se aburre en los viajes se sumergiera en un libro y que pasara por alto lo que sucedía a su alrededor. Si se transformaba en luna ante sus ojos, llamaría la atención a su espíritu literario y romántico, que tantas veces abandonaba por asuntos mundanos. Esta vez, no tendría escapatoria. A 9.000 metros, ante aquella visión, no tendría otro remedio que ponerse a la altura del avión en que viajaba.
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