El hombre aumentaba la distancia entre él y la casa. De frente, se levantó un viento fuerte y gélido. Metió las manos en los bolsillos y la cabeza entre los hombros. Los músculos de la cara empezaban a entumecerse. Las piernas estaban rígidas, inertes. Avanzar se le hacía más difícil a cada paso.
Ella extiende las manos y las calienta. Las pone en las mejillas. El calor se le mete en la piel. Se estremece. Se acaricia la cara y el cuerpo. Se abraza. Se desnuda despacio y deja que sus dedos la recorran entera. Se entrega. Su cuerpo se mueve y vibra como el fuego. Todo es calor, rubor, temblor, agitación, sobresalto. Se llena de sí misma, de su propio placer, de su soledad. Y muerde la manta que la cubre, ahogando así, el grito del delirio.
Cuando paró el viento, miró hacia atrás pero no vio nada. Se habían borrado las huellas del camino. "Todo pasa", se dijo, y continuó caminando. Pronto vería las luces de la estación.
2 comentarios:
Lo tengo observado: a ciertas mujeres, solo les hace falta que los hombres se separen un poco de ellas para reconocerse y volver a ser las que eran.
Yo he escuchado reir y cantar a mujeres solo porque sus maridos se iban a pasear o comprar tabaco.
Curiosa historia, me ha gustado y sonado bastante.
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qué preciosa/s imagen/es. Qué bonito, Tat. Cuqui
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