Como cada mañana se levantó más o menos temprano según sus cánones. Puso la cafetera al fuego y se metió en la ducha. Le gustaba secarse con el olor de fondo a café recién hecho. Con la toalla enrollada en el pelo, preparó el desayuno: tostadas con aceite y tomate, café con leche y una manzana. Se puso sus pantalones preferidos: unos pantalones de lino negros muy gastados con los camales deshilachados que se arrastraban por la parte de atrás, un jersey negro de cuello vuelto y una chaqueta verde de lana con dos botones que se acababa de comprar por Internet.
Todavía descalza (lo mejor lo guardaba para el final) se quitó la toalla de la cabeza y se secó el pelo. Cuando estaba alisando el flequillo con el secador, la vio. Brillante y blanca como la luna, por encima de todos los demás. Allí estaba, demostrándole que los años no pasaban en balde y por mucho que celebrara cumplirlos, había que pagar un precio. Hacía muchos meses que ya había aceptado las incipientes patas de gallo como lineas de expresión, además de persuadirse de que esos pequeños surcos en el cutis le daban un aspecto de mujer madura, interesante, con experiencia en la vida. Ahora tendría que acarrear el peso de una cana y, con ella, el de muchas más.
Ella, que desde los 15 años había pintado su pelo desde el amarillo canario hasta el azul, pasando por el verde, rosa y una diana de colores... Que por fin después de muchos años se sentía orgullosa de su color de pelo (un castaño de lo más común), tendría que pasar de nuevo por los teñidos, los retoques o los baños de color, para cubrir lo que los años le mostraba. Y de esta forma, empezar a aparentar una edad que se alejaba de sí misma con la misma rapidez que una estrella atraviesa el cielo.
Aquello era una burla del destino. Ella, que se había deshecho de maquillajes, quitaojeras, tapagranos, brillos, rimel y lápiz de labios. Defensora a ultranza de la sencillez y la naturalidad, se perjuró que jamás se teñiría el pelo. Al fin y al cabo, el pelo blanco en los hombres les daba ese aspecto madurito interesante a lo George Clooney, ¿por qué en ella iba a ser menos?
Orgullosa de su decisión, se puso los calcetines y las botas negras que se había comprado en una zapatería cerca de su casa. Le encantaban los zapatos y aquellas botas habían sido amor a primera vista. Adoraba el momento de elegir zapatos. Pero cuando se fue a incorporar para coger el bolso, le entró un dolor de lumbago que la dejó hecha un cuatro, tirada en la cama con antiinflamatorios, sin ir a trabajar y con la frustración de tener que cancelar la cita a ciegas que sus amigos le habían preparado como regalo de cumpleaños.
Después de una semana de convalencia, su reaparición en el trabajo dio mucho que hablar. Todos alabaron el corte de pelo y el color rojo que había elegido dándole un aire mucho más juvenil. "Va, no es para tanto, un pequeño cambio de look nunca viene mal" respondía ella, como restándole importancia.
Todavía descalza (lo mejor lo guardaba para el final) se quitó la toalla de la cabeza y se secó el pelo. Cuando estaba alisando el flequillo con el secador, la vio. Brillante y blanca como la luna, por encima de todos los demás. Allí estaba, demostrándole que los años no pasaban en balde y por mucho que celebrara cumplirlos, había que pagar un precio. Hacía muchos meses que ya había aceptado las incipientes patas de gallo como lineas de expresión, además de persuadirse de que esos pequeños surcos en el cutis le daban un aspecto de mujer madura, interesante, con experiencia en la vida. Ahora tendría que acarrear el peso de una cana y, con ella, el de muchas más.
Ella, que desde los 15 años había pintado su pelo desde el amarillo canario hasta el azul, pasando por el verde, rosa y una diana de colores... Que por fin después de muchos años se sentía orgullosa de su color de pelo (un castaño de lo más común), tendría que pasar de nuevo por los teñidos, los retoques o los baños de color, para cubrir lo que los años le mostraba. Y de esta forma, empezar a aparentar una edad que se alejaba de sí misma con la misma rapidez que una estrella atraviesa el cielo.
Aquello era una burla del destino. Ella, que se había deshecho de maquillajes, quitaojeras, tapagranos, brillos, rimel y lápiz de labios. Defensora a ultranza de la sencillez y la naturalidad, se perjuró que jamás se teñiría el pelo. Al fin y al cabo, el pelo blanco en los hombres les daba ese aspecto madurito interesante a lo George Clooney, ¿por qué en ella iba a ser menos?
Orgullosa de su decisión, se puso los calcetines y las botas negras que se había comprado en una zapatería cerca de su casa. Le encantaban los zapatos y aquellas botas habían sido amor a primera vista. Adoraba el momento de elegir zapatos. Pero cuando se fue a incorporar para coger el bolso, le entró un dolor de lumbago que la dejó hecha un cuatro, tirada en la cama con antiinflamatorios, sin ir a trabajar y con la frustración de tener que cancelar la cita a ciegas que sus amigos le habían preparado como regalo de cumpleaños.
Después de una semana de convalencia, su reaparición en el trabajo dio mucho que hablar. Todos alabaron el corte de pelo y el color rojo que había elegido dándole un aire mucho más juvenil. "Va, no es para tanto, un pequeño cambio de look nunca viene mal" respondía ella, como restándole importancia.
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