Un hombre caminaba lentamente por un camino de hojas secas bordeado de árboles amarillos. Llevaba un sombrero marrón y un abrigo de paño azul marino. Al final del camino encontró una casa abandonada. Abrió la puerta. Subió las escaleras. A cada peldaño que subía perdía un mechón de pelo. Cuando llegó a la habitación más alta de la casa, miró por la ventana y vio las montañas nevadas y el valle en pleno verdor. Se miró las manos. Ya no eran sus manos fuertes y vigorosas. Ahora veía unas manos arrugadas y huesudas.
Sin pensar, levantó los brazos y empezó a bailar en círculos como si estuviese invocando a los espíritus. Era como si supiera que había llegado el final de su vida. La habitación redonda giraba con él y las paredes tenían pintadas líneas negras que dibujaban paisajes en movimiento. Cuando detuvo su danza, se acercó a la pared a mirar mejor los dibujos. Y vio con sorpresa que aquellas líneas negras eran sus propios pelos. Aquella era una pared peluda pintada con sus propios pelos. Como si cada uno de los paisajes que reflejaba fueran hechos de cada pensamiento, recuerdo o anhelo. A lo mejor aquello tenía que ver con haber caminado por el camino de hojas secas, con haber abierto la puerta y subido las escaleras. Y a lo mejor era por eso que sus manos se habían llenado de arrugas y huesos.
Sin pelo, sin recuerdos y sin juventud, nada tenía sentido. Con la desesperación que provoca el desconsuelo, subió a la alfombra que estaba tirada en el suelo y se echó a volar por la ventana. Nunca más volvió a bajar a la Tierra.
Por aquel insólito lugar le llaman el viejo calvo volador. A veces, la gente que mira al cielo confunde aquella calva brillante con una estrella fugaz y él, que lo sabe, concede todos los deseos.